LA JOYITA
H. Zumbado
Marquetti al bate/dice fefa que
los buñuelos para que queden bien/bola afuera y baja/se tienen que poner a
dorar con el fuego bajito/estrai por el mismo centro del plato/y dice que otro
secreto muy importante/ahí va una línea tremenda entre rai y center/ es que
cuando uno va a hacer la masa/la bola pica y se extiende/mi amor tú no me estás
oyendo.
Había
llegado a esa etapa del matrimonio en que todo se vuelve una gran pasta gris y
compacta donde es posible oír sin oír, simultáneamente, un juego de pelota y
una receta de buñuelos. En donde las relaciones alcanzan un punto de exquisita
incomunicación que envidiaría Antonioni, de un aburrimiento visceral y espeso
que como tal vez diría Sor Juana Inés de la Cruz, da lo mismo Juana que su
hermana.
Miraba
a su mujer con la misma pasión con que se observa la factura diferida cuando la
presenta el cobrador de la
luz. Llegaba a su casa después del trabajo con el entusiasmo
que genera un turno en el policlínico para hacerse una laparoscopía y a veces,
en las pocas y raras veces que hacían el amor, era capaz de hacerlo pensando en
las variantes de la
defensa Nimzowitch.
Aquello,
como diría Descartes en un momento de rara seguridad en sí mismo, estaba muy
jodido, y sin lugar a dudas cartesianas ni socraticomayéuticas, sin
vacilaciones ni titubeancias, se imponía una solución tajante y profunda,
aséptica, definitiva y definitoria.
Y
decidió,
con
toda la fuerza que aporta la mentalidad analítica, la lucidez y el raciocinio,
la
reflexión pausada,
la
inteligencia fría,
la
lógica formal y la dialéctica,
decidió
espantar la mula, vender el cajetín, quemar el tenis, darse a la pira,
arrivederci roma, chao, chao bambina, que me voy por la vereda tropical.
Pero de
pronto, con la misma lucidez con que había tomado la tan difícil decisión, se
le prendió el bombillo del entendimiento y vio clarito que tenía ante sí un
problema no pensado antes.
¿Dónde
iba a vivir? ¿Dónde iba a meterse? ¿En casa de su primo, tal vez, que vivía con
aquella horrible mujer, eternamente aficionada a las canciones de Sarita
Montiel?
Entonces,
¿qué otras probabilidades había?
Probabilidades.
¡Ah, probabilidades!
Se le
encendió de nuevo el bombillo. ¡Ahí, tal vez, estaba la solución!
Ahí, en
su condición de estadísticomatemático y demografoprobabilístico trabajando nada
menos que en el CENTROPRODEMOSVAR (cuyas siglas representaban la breve
abreviatura del Centro Nacional de Prognosis y Procesos Demoscópicos de
Estadísticas Variables o el Cenpropró como
le decía la gente en apócope cariñoso); ahí, con la información a mano, más sus
propios conocimientos demoscopicoprobabilísticos y estadisticomatemáticos,
podía estar la solución de las verdaderas probabilidades que tenía de encontrar
en la ciudad una mujer que viviera sola, solita, solterita y con apartamento.
Comenzó
a trabajar con pasión científica, como Arquímedes cuando cantaba en la
bañadera, como Galileo cuando miraba absorto empinar papalotes en los cielos de
Venecia. Se lanzó a buscar el primer dato, el dato primo, lógico y fundamental
de su investigación demograficofreudiana. En primer lugar, ¿cuántos núcleos
familiares había en la ciudad?
Núcleos.
Naturalmente, buscó en el archivo por la letra N y como es natural, perdió su tiempo
miserablemente. ¡Rayos! - pensó – si núcleos
no estaba por la letra N ,
¿por cuál otra letra podía núcleos
estar?
Entonces
decordó que da decretaria denía un
defecto de pronundiadión y dodas das palabras das pronunciaba con da detra D.
Con la
precisión analítica de un Derdock Dolmes buscó en la D y, efectivamente, ahí
estaba el dato perfectamente registrado. Decía:
DÚCLEOS
FAMIDIARES
DODAL
URBANO 534
215
Bien,
más de medio millón, la cosa no se presentaba mal.
Ahora
había que buscar el siguiente dato. De ese gran total de núcleos, ¿qué por
ciento correspondía a núcleos habitados por una sola persona? El tarjetero le
ofreció inmediatamente la información.
POR
CIENTO DE NÚCLEOS DE UNA SOLA PERSONA 11,5
Con la
ayuda de su nueva y flamante calculadora electrónica de bolsillo con circuitos
integrados, ponchó los dígitos 5-3-4-2-1-5, que enseguida aparecieron, sin
hacer ruido y como por arte de magia, en la pizarrita. Luego
apretó el botón de la multiplicación, y posteriormente los botones
correspondientes a 11.5. Le dio a la tecla del Total, y sin hacer el menor
ruido y como por arte de magia apareció en la pizarrita, en bellos números
verdes lumínicos, un flamante 999999999999,99.
Dejó a
un lado su nueva y flamante calculadora electrónica de bolsillo con circuitos
integrados, por totalmente inservible, y buscó con desesperación un bolígrafo.
En los
primeros trazos comprendió que aquello no escribía ni hostia, y procedió
entonces a colocarle un nuevo repuesto, nuevecito y de paquete, que por razones
desconocidas se negó a emitir un solo rasgo de tinta. Pendió un fósforo y lo
acercó cuidadosamente a la punta del repuesto, que de inmediato, como era
polivinilicopoliestérico, procedente de la alta tecnología de los países
industrializados, se encendió por completo, haciéndose mierda.
Por
fin, con la ayuda de un infalible mochito de lápiz, realizó su cuenta:
534 215
X 11,5
= 61 434
Esas
eran las personas que vivían solas, con apartamento, en la gran ciudad. Pero
claro, de ese total, la mitad no le servía para nada, pues eran hombres. Fue de
nuevo al archivo para obtener el porciento exacto de mujeres y encontró que era
el 49,2.
Otra
vez realizó la operación con el infalible:
61 434 X 49.2 = 30
225
¡Ahí
estaba la probabilidad cientificomatemática demograficoestadística!
¡Treinta
mil doscientas veinticinco mujeres con apartamento! ¡Ansiosas, solanas,
disponibles! Treinta mil damiselas encantadoras…
¿Damiselas?
¿Encantadoras? ¡Un momento! En ese dato tan grande, tan frío, en esas
probabilidades tan amplias, no estaba toda la verdad. Porque ahí,
en ese gran total, había de todo. ¡Cuántas damas pasadas del medio tiempo,
cuántas ocambas estarían incluidas ahí! ¿Y cuántas pepillitas insoportables,
inmaduras e intrascendentes guardaba el numerito?
Era necesario
discriminar un poco, seleccionar, decantar, depurar el dato. Ni ocambas, ni
mediotiempos muy pasados, ni pepillitas frívolomusicales. Más bien entre los
parámetros de 21 a
39 años, que ahí sí. Ahí había donde escoger.
La
década de los 20, florida y alegre en su primera madurez, jacarandosa y
moldeable, ávida de aventuras y de nuevos descubrimientos. (¿Qué edad tenía
Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuando se lanzó con Pánfilo de Narváez a descubrir
la Florida? ¿28 años, no?)
Y la
década de los 30, la interesante, la mujer ya experimentada, el mediotiempo con
onda, la madurez sensual. Por ahí, por ahí estaba la cosa, entre los 20 y los
30.
¿Y qué
porciento de mujeres solitosolteritas con apartamento había entre 21 y 39 años?
Una vez
más el dato exacto vino en su ayuda. El 38,3 por ciento correspondía a esa
estructura de edades. El resto era cuestión de sacar numeritos:
30
225 X
38,3 = 11 576
¡Once
mil vírgenes! Bueno, hablando simbólicamente, claro está. Pero once mil, al fin
y al cabo. Exactamente, once mil quinientas setenta y seis probabilidades.
¿Y por
qué no ponerse un poquito más exigente? De estas once mil y pico ¿cuántas
tenían nivel universitario? Porque si había algo que le molestara era que una
mujer no supiera establecer, con precisión cervantina, la diferencia entre
inadvertido y desapercibido.
La
tarjeta científicodemoscópica indicó que en esas condiciones se encontraba el
8,3 por ciento de las damiselas uninúcleos. Y el 8,3 por ciento del total era,
naturalmente:
11
576 X
8,3 = 980,8
La
cifra se iba reduciendo, pero todavía 980,8 de mujeres (¿coma ocho? ¿Realmente
podía existir una coma ocho de jeva?), era una cantidad impresionante. Casi mil
ninfas uninúcleos entre 21 y 39 añitos y con techo en sí y para sí.
¿Y de
esas 980,8 cuántas serían rubias?, que era su debilidad. Rubias verdaderas o
falsas, pero rubias, rubias teñidas, plateadas, platinadas, lo que fuera, pero
siempre dentro de la onda blonda, nórdica o gaita, daba igual.
¿Cuántas?
Pues casi una de cada cuatro criollas tenía su pelito rubicundo y gretagárbico,
según el dato aportado por el banco de información del Cenpropró.
La
cifra era justamente el 23,5 por ciento de esa población demoblóndica y
monoapartamental. Lo cual quería decir que:
980,8 X
23,5 = 225,7
Ahora
bien, como tenía cierto rechazo por las gorditas, las gordinflonas y las
gordezuelas, incluyendo las gorditas tamalitos, las entraditas en carne y los
tambuchitos graciosos, es decir, como lo que le gusta es la esbeltez
subcarbohidrática, las hambreadas y sufridas por la dieta de los puntos, el
güin estético, la flacundenga con swing, la ninfa etérea, el modelo
infragrásico, buscó el dato y descubrió que con esas características se hallaba
el 31,6 por ciento de las damas.
El
mochito de lápiz mostró de nuevo su eficiencia:
225,7 X
31,6 = 71,3
¿Y por
qué no pedir un poquito más? ¿Por que no, a ver, por qué no? Si ya había
llegado a esos parámetros de perfección (¡cómo le gustaba esa palabrita!
¡Parámetros! ¡Miel en la boca para un licenciado demografomatemático del
Cenpropró!), pues ¿por qué no seguir exigiendo en busca del ideal
jebodemográfico?
¿Por
qué no pedir, además, que la mujer tuviera sentido musical, melodioso y
parabailábico? ¿Cuántas, cuántas de esas criollas lo tenían? Pues nada más y nada
menos – verificó en el tarjetero- que el 64,9 por ciento. Entonces:
71,3 X
64,9 = 46,2
Y de
esas ¿qué cantidad sabría hacer frijoles negros, tarjetero mágico? ¿Muchas?
¡Ah, bastantes, bastantes! El dato demográfico frijolnégrico indicó que el 79,4
por ciento de esa población femenina conocía a fondo el secreto culinario.
Por lo
tanto:
46,2 X
79,4 = 36,7
El
núcleo, era cierto, se iba reduciendo y ahora las probabilidades se limitaban a
36,7 mujeres que reunían todos esos requisitos. Pero, por otra parte, ¿no se
trataba ya, en definitiva, de alcanzar la exquisita perfección, el nirvana
binúcleo, apoyándose en la cibernética?
Entonces,
¿qué más se podría exigir? ¿Qué otra cualidad le gustaría que tuviese esa
mujer? ¿Qué más que contribuyese a la paz hogareña, al oasis conyugal, a la
tranquilidad doméstica? ¡Que no hablara mucho, claro!
Y
descubrió que esa maravillosa cualidad la tenía solamente el 21,8 por ciento de
las damiselas monoapartamentales. Y eso quería decir, consecuentemente:
36,7 X
21,8 = 8,01
Que
había, por lo menos, 8,01 féminas en ese paraíso freudiano ideal, o casi ideal,
casi, casi, porque todavía exigiría una condicioncita más, una sola, última,
pequeña, apenas mínima, humilde condición, tal vez intrascendente, pero que para
él tenía inmensas y resonantes dimensiones, en otras palabras ¡qué no hubiese
suegra, por favor!
De
inmediato, el tarjetero le brindó esa última respuesta.
En esa
categoría se encontraba el 24,9 por ciento de la población analizada. Y por lo
tanto:
8,01 X
24,9 = 1,9999
¡1,99!
Es decir, 2. Dos mujeres. Esas eran las probabilidades. Existían dos mujeres
con esas condiciones que andaban por ahí, en algún lugar de la urbe, entre 30
225 probabilidades, en alguna vivienda de 30 225 viviendas, que suponiendo a 5
visitas diarias por 365 días al año, le darían la oportunidad de peinar 1 825
casa anuales, lo cual, a su vez, significaba que en la búsqueda,
matemáticamente, podría tardar:
30 225
entre 1 825 = 16,5
¡16,5
años zapateando por la urbe capitalina! ¡16 años y 6 meses!
Dos
mujeres entre 30 225. Una estaba por ahí, y la otra….bueno, la otra la tenía en
la casa y era de quien, precisamente, se quería divorciar.
Quedó,
por unos instantes, hondamente pensativo, como Galileo cuando miraba absorto empinar
papalotes en los cielos de Venecia. Y de pronto, exactamente igual que lo
hiciera Arquímedes en la bañadera, exclamó:
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