viernes, 29 de septiembre de 2017

Sismos desde mi ventana

   Ha pasado ya más de una semana del sismo de 7.1 que sacudió la parte central de la República Mexicana, temblor por demás violento y destructivo.
Pudiera ser que tomara estas líneas para explicar la mecánica de los terremoto del 7 y 19 de septiembre, las tremendas diferencias con el de 1985, las distintas formas de medir la magnitud de la fuerza liberada en estos casos, en fin, datos técnicos, muy interesantes y clarificadores, pero datos fríos.
Prefiero contarles.
Ya desde el sismo del 7 de septiembre había estado tentado a escribir sobre esto, pero en esos días los tremendos huracanes del Atlántico pegaron en las Antillas dejando una estela de destrucción y muerte. Por eso pospuse la idea de esta entrada para otra ocasión.
El 19 no dejó lugar a dudas, les tengo que contar.
Debo pedir una enorme disculpa, una de 60 años pues hasta allá me voy a trasladar.
Uno de los sismos modernos más referenciado hasta antes de 1980 es el conocido como “Terremoto del Ángel” de 1957 o “Sismo del 57” donde uno de los daños más evidentes fue la caída del Ángel de la Independencia en Paseo de la Reforma.


Terremoto del Ángel. 1957


Ángel caído. 1957

De 1957 a 1985 hubo innumerables sismos que afectaron la estructura de cientos de edificios, sin embargo, el ánimo de la gente era en general festivo, no bien se terminaba el sismo dábamos por hecho que nada había pasado y que el único edificio dañado era el cine Roble, resentido desde el 57 y que no podían acabar de reparar.
En el sismo del 14 de marzo de 1979 (magnitud 7.6) el único edificio colapsado fue el de la facultad de arquitectura (¡!) de la Universidad Iberoamericana, afortunadamente este sismo ocurrió muy temprano, antes que hubiese estudiantes y docentes en su interior.

Facultad de arquitectura Universidad Iberoamericana. 1979

Esto funcionó en el sentido de que México era a prueba de temblores. Gran error.
Llegó el 19 de septiembre de 1985.
Aquel terremoto no solo tiró cientos de edificios, dejó miles de fallecidos (10,000 según cifras oficiales, más de 20,000 según cuentas de la población civil), además tiró la absurda creencia de que en la Ciudad de México nunca pasaba nada con los sismos.
Hubo cambios en la forma de vivir y convivir antes, durante y después de un sismo. También se cambiaron las reglas de construcción para evitar mayores desastres.
Y por supuesto. Hubo quien encontró la forma de no cumplir con las reglas, ahorrándose dinero a costa de la seguridad de los habitantes del país.


Hotel Regis. 1985

El sismo del 85 empezó lento, con movimientos horizontales, como los que ya estábamos más que acostumbrados. Pero fuera de amainar como en otras ocasiones, el vaivén no cesaba, era un movimiento que aceleraba sin pausa, cada segundo aumentaba el crujir de las traves y columnas.
Muy poco después el movimiento ya no era horizontal, la casa se movía claramente de arriba abajo, el terremoto ahora era trepitatorio.
No era como antes, no paraba, el ruido de objetos caídos, vidrios rotos, gritos de vecinos… no era algo que hubiésemos vivido antes.
Pasó el sismo y dejó su estela de dolor y muerte. Al otro día, 20 de septiembre, tembló de nuevo dejando en el ánimo de la gente una cicatriz indeleble de lo frágiles que somos.
También dejó grandes enseñanzas en torno a la generosidad y altruismo de mucha gente que auxilió a la población afectada.


Solidaridad ciudadana. 1985

Pasaron 32 años de sismos pequeños y grandes, no bien paraba de temblar las autoridades se apresuraban a jactarse de que no había nada que lamentar, que se reportaba saldo blanco y que la ciudad estaba perfectamente preparada para un sismo como el de 1985.
El 7 de septiembre de 2017 a eso de las 11:50 de la noche, el sonido característico y aterrador de la alarma sísmica partió en pedazos la serenidad del manto nocturno.
No bien salí de casa se empezaron a sentir los embates del sismo, las lámparas se movían al compás del siniestro vals terrestre.
Como en 1985 el movimiento era claramente horizontal, oscilatorio como le dicen, y al igual que el de hace 32 años lejos de parar aumentaba en intensidad.
Las lámparas ya no solo se movían de lado a lado, presentaban violentas variaciones de dirección.
Hubo un asunto que me llamó la atención, el olor del aire.
Era un olor casi desagradable, como el aroma que se desprende al chocar las piedras.
Había gente rezando, gente que murmuraba, gente que en shock preguntaba que qué estaba pasando, caminaban con los ojos en blanco, no veían, no escuchaban, el terror los impulsaba a caminar sin saber a dónde ir.
Como pudimos algunos ayudábamos a calmar a la gente, aun cuando el miedo nos tenía invadido el ánimo a todos.
Y justo en ese momento, con el terremoto encima y casi a la media noche, se fue la luz.
El sonido de la angustia saliendo de todas las gargantas fue claramente percibido.
Fue en ese momento que pude percibir con toda su terrorífica hermosura los destellos que iluminaban el cielo, como relámpagos que iluminaban el cielo desde la tierra, sin sonido, sin estruendo, era la luz del rayo sin el trueno.
En el momento en que el movimiento telúrico se desvanecía, un frio tremendo se desató en los ateridos y temblorosos testigos.
Al fin la tierra se había detenido, las lámparas de las casas y el tendido eléctrico aun oscilaron por unos segundos más.
Tres minutos después el ladrido de los perros llenaba la obscuridad de la noche.
La quietud de los objetos no nos convencía de que ya hubiese terminado el sismo.
Siguió el recuento de daños, sacar los radios para tener información, saber al menos que no estábamos tan mal.


Juchitán, Oaxaca. 2017

Por desgracia en Oaxaca y Chiapas no les había ido nada bien, el terremoto había generado muchos daños e incluso muertes y heridos en aquellas regiones.
Las comunicaciones estaban cortadas, no había teléfono y la señal celular se había caído.
Con un poco de suerte y paciencia pudimos mandar mensajes, enterarnos que nuestras gentes estaban bien, sólo asustados y nada más.
Unas horas después llegó la luz, las líneas telefónicas se restablecieron y pudimos al fin hablar con nuestros familiares.
Regresé a casa, mucha gente prefirió quedarse afuera. Casi nadie durmió.
La vida regresaba a la normalidad.
El 19 de septiembre se conmemoró el 32 aniversario de aquellos terribles sismos que tanta destrucción y luto dejaran a su paso, como todos los años, se realizó un simulacro que no todos toman en serio, sobre todo la generación posterior al terremoto del 85.
A la una catorce de la tarde estaba sentado justo frente a esta misma computadora, en ese momento un sorpresivo movimiento de arriba abajo, como si estuviésemos en una lancha, nos sorprendió.
No hubo alarma sísmica, no hubo aviso alguno. Simplemente empezó a temblar.
Ya desde ese primer movimiento se notó que era un sismo atípico, desde el primer momento se presentó trepitatorio.
- ¡Está temblando, sal! - dije en voz alta para que Lupita saliera a ponerse a salvo, al mismo tiempo ella me advertía alarmada que bajara y saliera de casa.
Habían pasado sólo unos pocos segundos de iniciado el terremoto y ya caminar por la casa era por demás imposible, la forma en que y velocidad con que se movían las paredes nos hacían chocar una y otra vez en nuestro intento por salir al aire libre.
Fue un triunfo abrir la reja, se movía demasiado como para insertar la llave, pero al fin salimos.
No bien nos pusimos a salvo, la alarma sísmica se activó, cuando era más que evidente que este era uno de los terremotos más fuertes del que se tuviese noticia en tierras mexicanas.
Todo se movía sin concierto ni orden, el ruido de la tierra misma sacudida sin piedad, de los objetos cotidianos al caer y romperse en mil pedazos, vidrios rotos, llantos desesperados, ladridos descontrolados, gritos, todo en una mezcla demencial de temor, terror y ninguna certeza de que esto terminara.
Es curioso, pero lo primero que hice al salir fue olfatear el aire para percibir aquel olor del sismo pasado.
No había tal.
Aun a nivel del piso los bruscos movimientos del suelo nos impedían siquiera estar de pie.
Teníamos la certeza que nuestra casa fallaría en sus cimientos y se vendría abajo, el ruido era enloquecedor.
Fue a costa de mucho trabajo, de respirar hondo y lento que no dejamos que el terror nos ganara la carrera, la adrenalina nos brotaba hasta por la mirada.
Poco a poco, muy lento el movimiento empezó a calmarse, la tierra retomó su papel pasivo y nos permitió ser testigos del peor sismo registrado en nuestro país.
Es bien cierto que el de 1985 fue de magnitud mayor (liberó mucha más energía) pero el de este año fue mucho más cercano haciéndolo más intenso.


Daños en calles de la ciudad. 2017

Por supuesto fue muy destructivo, la zona del epicentro sufrió innumerables daños, Puebla y Morelos salieron muy mal y zonas que ya estaban mal por el sismo del día 7 resintieron mayor destrucción.
Las manos han salido a buscar y rescatar desde el primer momento, los voluntarios, los brigadistas, los rescatistas, casi todos han puesto su granito de arena para ayudar en lo que fuera necesario. Han sido los jóvenes quienes primero llegaron a rescatar personas, con las manos desnudas y el miedo en la piel, pero firmes y dispuestos a ayudar.
La clase gobernante se ha visto de nuevo rebasada y torpe, como en 1985.
Las brigadas vinieron de todo el mundo, y a todo el mundo les damos las gracias, grupos especializados en rescate enviados por distintos gobiernos, también vinieron voluntarios que pagaron de su bolsillo su traslado, alimentación y hospedaje y que se fueron sin pedir nada, absolutamente nada a cambio.
Nunca podremos acabar de agradecerles a estas almas generosas que aportaron sus manos, su esfuerzo, voluntad y conocimiento en el rescate de las víctimas de los terremotos del 7 y 19 de septiembre de 2017.





No podemos evitar sismos, huracanes, inundaciones, lluvias y demás eventos naturales, pero podemos estar preparados para evitar mayores daños.